domingo, diciembre 25, 2005

Esta es una de esas historias que tienen fecha y santo y luna porque así lo quiso el Destino, también llamado voluntad de Dios. Corríamos el 14 de septiembre de 2003 y yo en la villa de Valdeavero, que es un pueblo de quinientos habitantes de derecho o de toda la vida, más otros trescientos de permiso o recientes que viven a medio kilómetro del centro en una agradable urbanización de parcelas y construcciones ad líbitum. Llevaba pocos metros y minutos de carrera, enfilando ya la suave y progresiva pendiente del camino de Serracines. Levanté la cabeza como un nadador aéreo para inspirar una buena cantidad de oxígeno y la descubrí saliendo de una retama. La sorpresa y la extrañeza que sentí al encontrarme con una cabra sin rebaño y sin pastor me impulsaron a parar. Pocas cosas pueden hacer que me detenga una vez que empiezo mis ejercicios – en parte físicos y en parte espirituales - y pocas veces lo he hecho. No está bien visto por mi entrenador – que soy yo mismo -: “Tú haces carrera pedestre. Lo de las paraditas tiene que ver más con el turismo. Ahora una meadita, luego una flor…”. Me acerqué con algo de cautela pues nunca antes había tratado a una cabra. Si yo fuera un animal desorientado, la proximidad de ser un humano extraño y trotón me pondría un poco violento, el prejuicio sea dicho. Quién sabe si la cabra se apercibió de mi recelo. Estábamos la una frente al otro cuando, motu proprio, dobló las patas delanteras e hincó las rodillas en tierra. Fuera cual fuese su motivo, el gesto me conmovió. Le pregunté con palabras dulces si se había perdido. Miré en derredor, desde los campos de pan llevado hasta las colinas del horizonte, y respondí que sí. A la siguiente pregunta, “¿Qué haces acá?”, ella solita respondió. Como noté su dificultad para levantarse, tiré de ella cogiéndole de los cuernos. La cabra dio un par de dolorosos pasos mostrando unas trazas que me hicieron recordar el fuerte esguince que sufrí unas semanas atrás en lo alto del cerro Cabeza Gorda. La hierba seca del estío ocultaba los antediluvianos morrillos, circunstancia que, unida a mi descuido, favoreció la proverbial mala leche de los viejos cuando les pisa un insultante brío juvenil.
El animal estaba perdido y herido, no había otra explicación. Unas cuantas moscas se turnaban entrando y saliendo de un orificio del tamaño de una posta que descubrí en lo alto de su paletilla izquierda. Le dije, más que nada para entenderme yo, que siguiera por las inmediaciones y que si su pastor no le había recogido antes, a mi vuelta yo le ayudaría a encontrarlo. Esa tarde varié acortándolo mi itinerario habitual con el fin de volver por la retama de la aparición. Recorrí ese tramo del camino una hora después pero ya no estaba. Continué por un pradillo anejo a la plaza de toros que recibe la humedad de un pobre arroyo empecinado. Busqué su silueta negra, sus mitológicos cuernos espirales. Aquella leve zozobra que denunciaba mi ánimo, aquel vestigio de ilusión a favor de la cual habían mascullado durante toda la carrera mis voces interiores demostraban sin duda alguna que deseaba el reencuentro, que aceptaba el envío. “Ahí la tienes”. Allá estaba, ramoneando en una junquera.
Lo que siguió tenía cuatrocientos metros. Tardamos veinticinco minutos en recorrerlos. Yo tiraba de la cabra por uno de los cuernos. Ella caminaba a cortos trancos intentando superar la dificultad de su cojera. Cada pocos pasos me imponía una detención clavando los cuartos traseros. Yo le animaba, le acariciaba mientras seguía sudando como si no hubiera dejado de correr. La pujanza del sol, aunque la tarde declinaba, era inmisericorde. Ella se dejaba llevar, ¡la pobre!, si bien la frecuencia de los descansos fue aumentando según avanzábamos en el recorrido. El asfalto no le facilitó la marcha. El terreno en pendiente, tampoco. A la altura de la calle del Pobo nos encontramos con una comitiva de hombres y mujeres del pueblo que discurrían en procesión. Mostraban una solemnidad distinta a lo que había presenciado en otros actos de recorrido callejero. Todos los hombres vestían traje oscuro con corbata. Las mujeres en su atuendo rivalizaban por ser madrinas de algo o de alguien. Como una serena corriente humana, el vecindario precedía a la imagen más venerada de la localidad, un Hijo de Dios crucificado en la advocación de Santísimo Cristo del Sudor. Fuera de nuestra vista, cierta banda acometió los compases de una marcha procesional. Al punto, el paso se organizó en un dos por cuatro. La cabra decidió hacer estación de penitencia y se paró. Hizo su aparición el Cristo llevado en andas. Allí se ganó su sobrenombre mi patrocinada: Christi, la del Cristo y yo me gané un renombre: el de la cabra o como una cabra. Hubo un estupor compartido al principio, entre los del traje negro que andaban al del Sudor, tapado con un pañete de terciopelo púrpura, los bordados en oro, y este que narra, con el barniz que se bruñe en una palestra, descubierto a excepción de las zapatillas, de los calcetines entretejidos con abrojos y púas de cardo y de un breve pantalón de atleta. De mi mano, La Christi, herida de muerte, con capa negra y ojos de media luna. Un episodio de sacrílego encono ocurrido durante la Guerra Civil dejó sobre el pulmón derecho del Cristo las huellas de tres balazos.(ver foto). El ritmo impuesto por el pasodoble no daba mucho aliento al recato de quien lo tuviera o quisiera aparentar. De esta manera, la Hermandad del Santísimo Cristo del Sudor, masculina y al pleno, más sus mujeres, familiares y amigos, amén de las fuerzas vivas de la villa, que marchaban precediendo o siguiendo a la imagen titular, nos hicieron con su curiosidad los honores. En la confluencia con la calle de las Eras: vista a la derecha.
Alojé a la cabra en el amplio patio de mi casa. Aquí la estupefacción captó por completo a la tropa de felinos que campaban intra y extramuros, en un territorio que una gata dominante, con la marca de un labio partido en dos - La Kity -, había convertido en serrallo. Yo era el jefe del harén. Mi principal función era servir la mesa. El que montaba a las gatas era otro. Convencido aún de que la cabra estaba más perdida que dañada, salí a localizar a su dueño. Pregunté en la casa del único ganadero del pueblo. Una anciana atendió la puerta con la cautela de un mayoral. Me dijo que hacía años que dejaron de criar cabras y que la que yo había encontrado iba a ser fácilmente de uno de Torrejón del Rey, que tenía ovejas y cabras y que se las guardaba un pastor que se llamaba… No recordó, cómo se llamaba. Conseguí el número de teléfono del ganadero de Torrejón y hablé con él esa misma tarde. Preguntó por el lugar donde encontré al animal y a la descripción que hice de su estado de salud contestó farfullando, más molesto que agradecido: “Eso puede ser de la galaxia” y “La próxima vez que se encuentre a alguna cabra u oveja perdida, déjela donde esté que ya se encargará el pastor de salir a buscarla.”¡Bonito premio!”, pensé. ¡Qué decepción y qué fastidio¡. ¡Haberme molestado para causar molestias!. “¡La tontería del forastero que no distingue entre una cabra y una bicicleta.!”. “¡Piedad de niño veraneante!”. No obstante las mortificaciones de autoinculpación, sentí que había omitido una parte sustancial de la verdad. El pastor no salió a buscarla. La cabra hubiera pasado la noche a la intemperie expuesta a las alimañas, a los perros o a la carretera, el abismo adonde van a caer tantos conejos y tantos gatos. Acordamos una cita en mi casa al día siguiente, a primera hora de la tarde.
A la vuelta de mis pesquisas di un rodeo por la Fuente Vieja para hacer acopio de ramas, hojas y de todas esas fruslerías espinosas que gustan al género caprino. Pude comprobar con satisfacción que no había perdido el apetito. Esa buena señal me animó. Representé el tronco de la coscoja, el de la acacia, el chopo al sostenerle las ramas que había arrancado para ella. Con qué certeza y con qué finura pelaba una a una las hojas de sus pecíolos. Y no había menos ternura en su mirada que en la de un niño al que un biberón está dejando satisfecho. Antes de que cayera la noche la dejé acostada sobre una cama de jarapas con la pata coja sujeta entre dos tablillas que yo puse pero que el azar dispuso porque le calzaron como hechas a medida. Salieron de un solo golpe de hacha sobre una leña de olivo. Un nudo muy a propósito en el extremo de la madera se adaptó como un molde a su rodilla. Sobre el orificio del perdigón eché agua oxigenada y un antiséptico de yodo. Al día siguiente marché al trabajo tranquilo, satisfecho, con un puntito de emoción, además, porque cuando me asomé al patio para verla salió a mi encuentro sonando como un pirata con su ortopedia de palo. Lo mismo que el artilugio se había adaptado a ella, ella se había adaptado a caminar con él.
A las cinco de la tarde, hora solar, no la consuetudinaria, hora a la que sonaron las campanas el día anterior anunciando la salida del Cristo, hora taurina en un pueblo taurómaco y galguero, hora de anáfora lorquiana, tocó al teléfono el ganadero de Torrejón que no se llamaba Pentasileo pero que tenía un nombre de similar prosopopeya griega. Tocó al teléfono porque no encontraba la casa. Hube de masticar una vez más mi dirección e, incluso, salir a la calle para decirle: “¡Es aquí, pinta la cruz sobre la puerta y llévate los pendientes de la Christi!”. Pentasileo reconoció a la cabra. Admitió que era una de las suyas y confesó que la afectaba una enfermedad no contagiosa pero muchas veces mortal para la res que la padece: “Tiene la galaxia. Algunas salen adelante, sin hacerles nada. No se sabe cómo ni porqué pero se curan del todo. ¿Te la quieres quedar?. En el caso de que muera, si no tienes donde enterrarla, llámame y ya veremos qué hacer”. Acepté el regalo de la misma forma que acepté el envío cuando la encontré. Aceptaba el encargo. Era la orden de un presentimiento, una orden bienvenida porque me insuflaba ilusión. El trato con la Christi estaba operando en mí la química del amor materno. Evité meditar las nefastas señales del perentorio regalo y de la perentoria destitución como res censada cuando cortó las gomas de sus orejas. No obstante, aproveché un aparte del ganadero para copiar los registros antes de que fueran destruidas. Ignoro porqué lo hice. Tal vez porque simbolizaban la existencia burocrática de mi amiga, el contrato de traspaso o porque buscaba conjurar nuestros irremediables roles en esta historia. Los copié y aún los conservo. Podría haberlos desentrañado sin mucho esfuerzo, son prosaicos, y para qué. He preferido mantenerlos en su cripta para que sigan obrando en mí la fascinación de una cábala: ES RK 6253 M y 0000 5-156 M.
Esa misma tarde le hice la segunda cura, que iba a ser la primera en profundidad pues ya me estaba asqueando tanto entrar y salir de moscas por el orificio de la paletilla. Les dije: “Os voy a dar un buchito de vino blanco para que mojéis todo lo que estáis comiendo” e inundé la cavidad con alcohol de noventa grados. El fondo de aquel pozo debía estar bien infectado porque la cabra apenas sí noto otra cosa que la frescura del líquido. A las moscas del interior, en cambio, la avenida les chafó el peinado. Comencé con asco y terminé con repugnancia. Mosca a mosca, fui desbrozando el hueco del orificio con una pinza para depilar los pelos de la nariz. A la última mosca de sopa le siguió un ojeo de comprobación y, tras el ojeo, vino la pesca de gusanos, gusanos blancos, gusanos para cebar anzuelos del 2, gusanos ácidos como el vinagre de Jerez si se atiende a los escalofríos que sentí. Volví a remojar con otra ronda y aún saqué dos o tres más que aceptaron el convite. A estas alturas, La Christi se había apercibido de la escabechina. Tanto hurgar y tanto alcohol le estaban molestando. Esta reacción me pareció esperanzadora. Antes de terminar tapé el boquete con una torunda de sábana vieja, coloqué un apósito y le di varias vueltas con una venda.
¡Qué lástima de cabra!. La venda había acentuado su perfil enfermo y mi conmiseración. A su columna vertebral sólo le quedaba un pellejo tenso que soportaba la voraz atracción de la gravedad sobre el vientre y las ubres. Recuerdo que también le di un calmante disuelto en agua. Ese día lo pasamos bien. El siguiente fue parecido, con nueva cura y algún que otro gusano más. Intimamos. Consideré la posibilidad, si no de llevarla, sí de visitar a un veterinario que me aconsejara. Mis cuentas no podían soportar dispendios en atenciones médicas. La opinión del ganadero al respecto acudía a mi pensamiento para disuadirme de hacerlo: “Cuando están así no vamos al veterinario porque la atención sale más cara que la cabra”. El tercer día apenas mordisqueó unas ramas que le ofrecí. No quise darle mucha importancia. Tal vez comió en mi ausencia, tal vez comería más tarde. El cuarto día la encontré muerta a mi vuelta del trabajo. Las pertinaces y odiosas moscas habían encontrado nuevas vías de entrada en el animal. Fue lo primero que hice antes de llorar por ella: espantarlas de su hocico y de sus heces. El designio estaba a punto de cumplirse. Como era de temer, el ganadero Pentasileo no estuvo donde tenía que haber estado. La mujer que contestó al teléfono dijo que no volvería hasta la noche. Quedaban dos alternativas: enterrarla fuera de casa en algún lugar alejado y clandestinamente o enterrarla en el patio, a la vera del pozo, sobre el terreno inculto que, a falta de huerta, cultivaban las estaciones y abonaban los gatos. Consideré que lo más cómodo, prudente y discreto era esta segunda opción a la que había que añadir otro factor determinante: Mi morada en aquella casa estaba tocando a su fin. Antes de dos meses completaría mi mudanza a otro domicilio en el mismo pueblo.
Al entierro de La Christi sólo invité a una persona que había de ser, además, mi cómplice. Le encargué que consiguiera bajo cualquier pretexto banal un pico y una pala. Hacía tiempo que pregonaba sus deseos de hacer obra en su jardín con el mal disimulado propósito de que alguien le echara una mano. Tenía, pues, coartada. Tenía animales mascota y, por eso mismo y porque era mi amiga, iba a ser solidaria y simpática. Era mujer y, como tal, idónea para amortajar y, en los velatorios, para llorar por derecho (La hembra los trae, la hembra debe despedirlos) y para ver llorar a los hombres sin que estos se avergüencen. Era cartera y yo poeta: me ayudaría a colocar el considerable peso muerto en la fosa; llevaría su alma en mi poema. Eva era su nombre. Ella me ayudó en lo que le concernía. Quiero demostrarle mi gratitud dejándolo dicho aquí, por escrito: cumplió con su cometido. Yo, por mi parte, cavé, cavé mucho y profundo. Si la tumba hubiera sido para una persona adulta no habría cavado menos. Fumé y lloré. En tan sólo tres días de posesión esa cabra penetró en mi hogar y encendió el fuego de mis emociones básicas. Llegó, estuvo y se fue; tres días y resumió la vida. Nunca hasta ahora dije que vino a patrocinar mi revolución.

FIN