sábado, junio 25, 2005

La Mami, madre de gatos


Al escándalo del primer momento le sucedió la incredulidad y desde aquí la potencia de su enojo fue decayendo, a fuerza de razones, a regañadientes, hasta parar o pactar con la resignación. Fue un recuerdo traumático de la tierna infancia el que invadió mis sentidos: la corriente de la acequia arrastraba a cuatro gatitos que se debatían por mantener la cabeza al aire. Ocurrió en una plácida y soleada mañana veraniega a la orilla de un pinar. No pude hacer nada por ellos a pesar de que lo intenté. Era demasiado pequeño. ¡Si hubiera sido mayor!. Los mayores en ese mismo caudal se refrescaban los pies y el agua no les subía de las pantorrillas. Aquel niño de cinco años, cuarenta años después, protestó y pataleó escandalizado desde el interior de su sarcófago, desde la cajita de matrusca en la que quedó oculto mientras yo seguía creciendo.
Cuando elegí este pueblo como nuevo lugar de residencia alquilé una casa con patio. En el patio vivía, paraba o tenía servidumbre de paso una gata que, como es natural, pretendió hacer valer sus derechos de antigüedad. Como no se lo impedí, siguió viviendo, parando o pasando a su antojo aunque todo ello a una muy prudente distancia. Era una gata adulta, seria, salvaje pero municipal. Nunca la escuché maullar. Tenía, en cambio, un repertorio de sonidos guturales amplio y sorprendente. Su labio partido le valió el nombre de Kity. Se me ocurrió compararla con una de esas chicas de grandes corazón y pechos que bailan el can-can al compás de un tiroteo en las películas del Oeste, la que se llevaba indefectiblemente el bofetón del malo. Nos avinimos bien una vez que captó por la intuitiva cuán peligroso podía ser criar sus camadas dentro del territorio común. A la hora de comer venía al plato que, cada vez, le fui colocando más cerca del observatorio de mi cocina. A la hora de parir y a las horas de amamantar a sus proles prefería el patio vecino, el de la señora María Cruz, que luego se quejaba de que los mininos morían en procelosos vericuetos y de que el olor a putrefacción le duraba lo que durare. Ahora bien, por contra, como el bodrio diario caía de mi parte, tan pronto iniciaba los destetes me los iba trayendo. Caminaban en fila india por el borde del muro maullando de desconsuelo mientras mamá Kity, dos metros abajo, saboreaba la comida fácil. La gazuza cuando se es gatito callejero debe de ser cosa loca. Vi saltos y aterrizajes memorables, alguno lamentable y fatal, también hay que decirlo, que ni todos los gatos tienen siete vidas ni todas las maternidades merecen un cante flamenco. De la teta al plato sólo había un paso como quien dice, un gran paso, trascendental, con abismo y todo, pero qué corto se volvía precisamente cuando la gata estaba lejos haciéndose de rogar y el hambre apretaba las tripitas.
Andando el tiempo, y no mucho pues la Kity nos regalaba una camada cada seis meses, me sorprendí alimentando a trece gatos, entre hembras y cachorros. El patio se había convertido en un gineceo gatuno. Los machos sólo aparecían cuando las gatas los convocaban al cumplimiento del débito articulando esas peculiares voces de nena escocida en la cuna. El que más, el que menos, traía un pichón o unos huevos de nido a manera de presente y para el ágape nupcial. No se trataba del símbolo de un compromiso de alimentación con la prole que iban a engendrar. Para eso estaba yo, que poseía el cuerno de la abundancia; para eso y para imponer el único método de control de natalidad posible en una colonia de gatos intocables y sin subvención administrativa, método que se llama: rapto de prole y abandono posterior a su suerte. En la escala de crueldad y buen provecho naturales, y lo digo sin cinismo a pesar del retintín, este expediente me repugnaba menos que la paliza en la oscuridad de un saco, el ahogo o el retorcimiento de pescuezo, modalidades bastante extendidas en nuestras zonas rurales y que algunos de vosotros podríais corroborar. Tuve un jefe que los abandonaba embalados en medio de una céntrica calle madrileña por pura racanería, la misma que le impulsaba a tirar las basuras de su empresa en los contenedores del vecino para no pagar ni uno propio ni la tasa municipal. El que uno de los lados de la suerte - vivo en un pueblo rodeado por el campo - fuera servir de alimento a las alimañas provocó un agudo sentimiento de horror en mi Jesusín niño, como quedó dicho al principio de este escrito. Hube de explicarle cómo ese designio encaja en la Ley Natural que tan a menudo invocamos, bien sea (¿o mal?) para preservar alguna especie determinada, salvaje y carnívora, mal sea (¿o bien?) para condenar a esas que llamamos domésticas a los más duros regímenes de estabulación, todo por y para comernos sus carnes; y sin malgastar nada hágase notar, que con sus despojos preparamos latas de picadillo para perros y gatos. Recuerdo un anuncio por palabras – suscitó numerosos repeluznos en su día – de particular con reptiles de gran porte por mascotas a particulares con camadas de recién nacidos por demás. “Compro”, rezaba en letra negrita pero no decía precio ni si era por kilo o por pieza. La primera vez que aligeré de gatos mi patio, aquél patio, lo hice con una camada de dos o tres días de vida pensando en sus pocos recursos de supervivencia como argumento de piedad a mi favor. Erré el tiro porque la gata, primeriza para más inri, enloqueció de tanto llamar y buscar en vano a sus cachorros. La abundante leche que siguió hinchando sus ubres durante un mes fue aprovechada por el resto de los gatos del serrallo, chicos, medianos y grandes, que mamaron de ella componiendo insólitas reuniones.
Cambié de casa y de aquella gatomaquia sólo salvé a una parejita de felinos evolucionados cuya evolución consistió en tolerar mi cercanía y mis caricias. El gato, si lograba superar las palizas de sus competidores, quedaría al gobierno del nuevo territorio. La gatita, Fifí, tendría a un primo por compañero y yo intentaría beneficiarme de la autoridad de ambos ante roedores y cucarachas. Su nuevo estatuto no iba a ser muy diferente del antiguo salvo en lo tocante a la alimentación. Compartirían el patio conmigo; el pueblo, con el resto de los seres vivos; acceso restringido al interior de la casa y toda la comida que necesitaran. Los largos días a base de un solo rancho iban a quedar en el recuerdo. Mi vida sin gatos a los que abandonar pretendía ser más dichosa a partir de entonces. Lamentablemente, la ilusión duró poco. Seis meses después, Fifí inauguró su ciclo reproductivo. Una vez más, me veía representando el rol de padre de Hansel y Gretel en la vida real de Valdeavero cuando leí en una hojita con chincheta de un café de Alcalá la siguiente petición Nver foto: “Busco me regalen 1 o 2 cachorros de perro, si son de gato me da igual, uno o dos, me da igual. Llamame: 661354253. Soy la Mami.” Llamé. Una voz aguardentosaVescuchar grabación, una voz y una expresión de mujer con limitada inteligencia o con la inteligencia limitada por alguna circunstancia me respondió. No hicieron falta muchas palabras. Yo estaba deseando desprenderme de los gatos y ella ansiaba adoptarlos. Tan bien dispuesta la hallé que le ofrecí los tres gatitos habidos, cosa que aceptó encantada y de inmediato.
Esto ocurrió a los pocos días del parto. Mami tuvo que esperar un mes aún para recibirlos y bien largo que se le hizo. El tiempo no transcurría a la velocidad que le exigía su impaciencia. Dos veces llamó dejando recados en el contestador y una tercera respondió a un “sms” que le envié con el fin de tranquilizarle e informarle de que los gatitos se criaban bien, que estaban muy guapos y que eran muy tiernos pero que aún les faltaba para poder alimentarse solos. “Tú me llamas cuando estén, tú me llamas cuando estén”, era la conclusión invariable de estas primeras comunicaciones.
El mes pasó. Los gatitos comenzaron a comer del plato de su madre y a mear y cagar por doquiera en una curiosa coincidencia temporal. No perdí un minuto. Llamé a La Mami y acordé encontrarme con ella al día siguiente en un parque de su barrio, el más humilde de Alcalá de Henares, barrio creado para dar cobijo a familias pobres aquejadas por todas esas dolencias que la mala fe convierte en rasgos culturales de gitanos, vagos y maleantes: paro, desestructuración familiar, alcoholismo, drogadicción, enfermedades mentales, enfermedades crónicas… Fue levantado en tiempos en que la mala fe veía un serial por capítulos donde gente de baja estofa era extrañada a un territorio llamado Lian Shan Po – si se me permite transcribirlo así -. Desde entonces, ése es el nombre por el que todo el mundo en Alcalá conoce la barriada donde vive esta chica. Dudo de que el mismo alcalde sepa por cuál otro está registrado en el catastro.
La impaciencia, nuevamente, le impulsó a llamarme por teléfono diez minutos antes de la hora
convenidaVescuchar grabación. No intercambiamos señas de identidad que nos facilitaran el encuentro y no hicieron falta. De lejos y sin gafas, con la pérdida de detalles a la que me tiene acostumbrado una leve miopía, le localicé y le identifiqué de inmediato. Me estaba esperando al pie de un pino, sola y separada de las pocas personas que a esa hora de la mañana andaban o paraban en el parque. Al pie del pino, igualmente, reposaba una pequeña y amorfa caja de cartón donde pretendía transportar a los gatos. Bebía sorbo a sorbo una naranjada en botellín desechable de cuarto de litro. La persona que encontré se aproximaba mucho a lo que había imaginado y, con las prisas, no quise molestarme en cotejar a quien tenía delante con ese retrato robot que llevaba grabado detrás de mis retinas. Pretendía acabar pronto con la entrega y salir corriendo hacia mis numerosos y programados quehaceres. Ella no parecía muy dispuesta a la conversación y sus ojos no se atrevían a alcanzar los míos. Miraba al suelo, miraba la caja de zapatos donde yo traía a los gatitos, miraba a los gatitos cuando los saqué de la misma, incrédula, como si estuviera ante el número del prestidigitador, el conejo y el sombrero de copa. Siguió mirando hacia abajo, hacia sus manos, cuando yo se los coloqué sobre las palmas extendidas. Sólo levantó los ojos una vez, un momento, y a la orden de “¡Mira a la cámara!” que le lancé centésimas antes de apretar el botón para la foto. Mi sorpresa fue mayúscula cuando repasé las instantáneas que le había tomado y descubrí lo que podéis descubrir vosotros si acudís al archivo fotográfico adjunto Nver fotos(1),(2),(3). Reparad en la expresión desesperada del gatito que está frente al objetivo… Pensé, de nuevo, (con la debida coña y el debido respeto a la faz cíclica del Destino), en el padre de Hansel y Gretel y jugué a creer que la lacra de su condición despiadada, como una inextinguible maldición, se cebaba conmigo obligándome a interpretar una nueva escena del cuento que, gracias a mí y a pesar de sus casi doscientos años de pervivencia, seguía actualizándose. Esta versión era implacable con el leñador, al que yo representaba. No le asistían las disculpas de la hambruna que amenazaba su existencia, ni de la mala leche y no poca hambre, también, de los pájaros que se comieron el rastro de pan dejado por los niños, ni de la corresponsabilidad de la Suerte que les marcó tan funesto rumbo. ¡Yo-él mismo había depositado a los infortunados hermanitos en manos de la bruja!.
O, al menos, eso parecían dictar las apariencias…, que tan a menudo engañan porque son las historias las que eligen sus atavíos y no al revés. Si lo habitual es que unas mismas apariencias contengan múltiples historias, una buena historia puede condenar a determinadas apariencias a la univocidad. Por eso quise indagar un poco más en la historia que había debajo del aspecto de La Mami pero sin pretensiones de investigador. Me conformaba con añadir algún que otro elemento de prejuicio que, por lo menos, complicara el trabajo a la mala fe y proporcionara a mi paquete de neuronas bienpensantes indicios para elaborar una redención. Pasados unos días, marqué su número de teléfono con el pretexto de preguntar por la adaptación de los gatitos a su nueva vidaVescuchar grabación. Llamé en buen momento. Nada fuera de lo normal parecía tenerla alterada si no se toma por alteración los buenos sentimientos que irradiaban de ella gracias a la crianza de aquellos animalitos. Estaba experimentando una maternidad, lo que tantos y tantas poseedores de mascotas buscan y logran. Si embargo, dijo algo que yo había escuchado otras veces a mujeres que compartían con ella dos circunstancias: no haber sido madres y relaciones socioafectivas desgraciadas fuera de la familia, con varones en particular
Vescuchar grabación. Ese algo era una declaración solemne por la que se prefiere y antepone el amor animal al racional: “A mí me dicen: a un hombre o a un animal y, te digo la verdad, me quedo con el animal antes que con el hombre”. Quizás, hubiera sido oportuno pedirle que aclarara si con “hombre” quería decir ser humano o simplemente eso: sexo masculino. En aquellas circunstancias, no me pareció importante buscar esta aclaración porque lo dicho, tal cual, me servía para el caso. Y el caso es que con esta joven recordé la ambivalencia emocional que he sentido algunas veces ante amos que encuentran en los animales de compañía una excelente terapia contra la depresión, por ejemplo, y los que arman una vida esclava alrededor de sus mascotas, poblada de pretextos con los que justificar su insociabilidad. Por amor a la verdad resolví esta dicotomía al comprender que uno y otro tipos de persona eran a menudo la misma en distinta fase maníaca. Ahora ya no me atacan como antes aunque sigan defendiendo que un amigo o una pareja sentimental no pueden sobrepujar la fidelidad desinteresada (sic) de un perrito, mascota faldera por antonomasia. Ahora entiendo que quien habla así vive en el despecho, entiendo que viene de sufrir alguna gran malquerencia, que no admite que su ilusión fuera derrotada y que fue derrotada porque tenía defectos fundamentales y no sólo un despiadado enemigo: el hombre, alguien incapaz (sigo su tácita argumentación) de festejar tu regreso a las tantas, a pesar del plato vacío, de la vejiga hinchada por la presión de la orina y de tus vaharadas de alcohol envolviéndole el rostro. Este tipo de seres necesita cuidados y buenos consejos, tantos más cuanto menos inteligencia les ilumine. Alguien les tiene que apuntalar mientras desechan los pilares de esa ilusión tan falsa de cabo a rabo que sólo el rencor mantiene, porque es como un toro ciego embistiendo de oído. Alguien les tiene que ayudar con los nuevos cimientos. Esta clase de personas adoptan gatos, perros, perros, gatos, y los criarían en granjas si pudieran. El amor a los animales contrarresta su frustración entre los humanos. A aquéllos los adoran, a éstos les desprecian. Tengo la sospecha de que durante siglos, y aquí quería llegar, por esa tendencia de los rencores a corresponderse, y porque la sabiduría de tradición pintaba al mismo tiempo en realista y en abstracto, personajes como La Mami han engrosado la caterva de donde la cuentística popular extrajo a sus brujas y ogros, monstruos que se meriendan a los niños, quién sabe si porque buscan con ello una infancia que algo o alguien echaron a perder. “De lo que se come, se cría”, principio de la magia homeopática.


FIN